Un viaje de ida y vuelta

Pie de foto: secuencia de la llegada del tren de las 12:40 pm a la estación de trenes de Clonsilla.

Os prometí una historia bonita, o al menos así me lo parece a mí, y las promesas son sagradas. Desde que llegué a Irlanda el tren me ha acompañado siempre. En honor a la verdad, está relación empezó en España, justo minutos antes de partir hacía Dublín, cuando el padre de Paco, antiguo trabajador de RENFE, intercambió impresiones con mi padre de la nueva y desgraciada estación de El Puerto de Santa María.

El sonido inconfundible de los vagones machacando la frágil y estrecha vía resuena en toda la casa cada cinco minutos. Podría resultar molesto, pero nada más lejos de la realidad. Como una melodía perfecta evoca recuerdos atrae a la memoria las historias de mil viajes y tantos o más viajeros. A veces me acompaña en las comidas, cuando escucho la canción que marca la locomotora y veo pasar las ventanillas repletas de historias, alegres unas, tristes, otras. Y casi siempre me acompaña a la cama. A las once y media. Puntual somos el tren y yo. Uno se va a dormir, el otro a descansar, es el último recorrido del día y ya toca.

Para ir a trabajar también hago uso de unos de los medios de transportes más antiguos, de la historia moderna me refiero. Voy en un Commuter (como los regionales. Tambien hay Dart, que son los cercanías, y los Intercity, que son los de largo recorrido). El recorrido es feo; industrial y residencial, sólo eso. Pero da tiempo a pensar, a leer, si me apuras. Y mi parada es Clonsilla. Veinte minutos de camino, y los mismo años retrocediendo en el tiempo. Allí no parece existir la tecnología, sólo la fuerza del hombre que mueve la barrera cada vez que pasa el tren. Ninguno de los conductores que espera paciente al otro lado de la barrera toca el claxón. Aquí el tiempo, como digo, pasa más despacio. Chu, chu, que se va el tren. Sólo falta el silbato del jefe de estación, y lo hay, no crean que no, en Connolly Station. Próxima parada: melancolía