Seguimos nuestra ruta para llegar a Split, la segunda ciudad más importante del país. A pesar de que fueron los griegos los que la fundaron, las reminiscencias romanas también son constantes. Su visita es agradable, y ya que está uno por allí, pues no está de más hacer honor a uno de los postres más famosos del mundo nacidos por esas tierras, la Banana Split. Sí, es un invento que tuvo lugar en esta ciudad (plátano, helado de vainilla y nata).
Las opciones para llegar desde este punto hasta Dubrovnick son dos: carretera nacional de costa o autopista. La primera es bonita, su discurrir lento y tedioso; la segunda, de pago pero rápida y segura. Pero hay un pequeño tramos sin elección, nacional, sí o sí. La cogimos, pero demasiado rápido, a 88 kilómetros por hora (el límite en zona urbana, según nos contaron, está en 50 kilómetros hora). La pareja de policijas que nos paró nos pidió 1000 kunas, que al cambio viene a ser unos 150 euros. Después lo rebajaron a la mitad y, por suerte, al final les dimos tanta pena que nos condonaron la deuda e incluso terminamos hablando de fútbol con los agentes.
Antes de llegar a la perla del Adriático, y con el miedo ya superado, hicimos un alto en el camino en Ston. Tampoco suele aparecer en las guías, pero su muralla de 5,5 kilómetros y sus ricas y especiales ostras (es una variedad autóctonas, bien merecen una parada. Total, solo vale medio euro cada molusco.
En Dubrovnik a 6 de julio.