María
José y yo nos despertamos con energía. Llega uno de los momentos más esperado
del viaje, un trekking de dos días por el Parque Nacional de Doi Inthanon,
donde se encuentra el punto más alto del país con 2.590 metros.
La
ruta la organizan varias agencias de la ciudad (el precio varía entre los
1400-1800 bath) y verdaderamente merece la pena. Todo cambia según el tiempo
pero la cosa suele ser así. Empezamos con un paseo en barcas de bambú para
entrando poco a poco en la jungla tailandesa. A partir de aquí comienza la
desconexión con el wifi, con la ciudad, con el mundo.
Tres
horas de caminata a cualquier parte. Solo nosotros, un pequeño grupo de 10-12
personas. No nos cruzamos con más turistas; si acaso algún local trabajando en
el campo. Paisaje espléndido, lluvia torrencial, bancales de arroz a nuestro
paso, animales y animalitos (búfalos, tarántulas, etc.), árboles que no
existen en nuestro conocimiento (piña, papaya, etc.) y la satisfacción del
contacto con la naturaleza.
Tras
el esfuerzo, toca dormir en una aldea perdida, Nongmogtha, me escribe en un
trozo de papel mojado nuestro guía, Rambo (su nombre de guerra en la jungla, me
dice). Cenamos con el frescor de la montaña una rica comida preparada por los
habitantes del lugar, charlamos entre todos (alemanes, belgas, canadienses,
ingleses, un brasileño y otros dos españoles), dormimos sobre unas casitas
hechas de caña de bambú y al día siguiente, llegamos a la cima.
No es
la que se imagina, la de la montaña. Es una cima más sentimental, la de,
imagino, casi cualquier iluso. Galopamos entre árboles y surcando las aguas de
un río sobre el animal sagrado, el elefante, “chang”, como ellos los llaman.
Volamos despiertos sobre su ruda pero enternecedora piel. Tocamos la grandeza
de la naturaleza a su lado.
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