jueves, 30 de diciembre de 2010

Día 5: Odisea en el autobús (De Gonder a Axum)



El toque de diana está previsto a las 04.20 a.m. para tomar el bus que me llevará a Axum. Cuando uno tiene que despertarse a esas horas, el cuerpo está en alerta permanentemente, mirando el reloj a cada instante y viendo como el tiempo pasa despacio, o rápido, según pinten la ocasión. Por si acaso, el recepcionista, con el cual apalabré un taxi la noche antes para que me llevara a la estación, se apresura a llamarme a la hora fijada, las 04.30 horas, por si acaso había caído en las garras del sueño.

Diez minutos antes de las cinco llegué a la estación, situada detrás del recinto real de Gonder. Tapados con todo tipo de ropas y artilugios, algunos llevaban puestos toallas, otros batas de médico y hasta pude ver algún delantal de carnicero a modo de foulard, deambulaban por los alrededores cual hora punta en cualquier estación del mundo. A esta le falta luz, está a oscuras, casi oculta en el laberinto de calles que conforma una ciudad tipo etíope. Soy el único blanco despierto y pronto la multitud se percata de ello. Me miran con curiosidad, simpatía… La escasa luminaria que haya parece que me señala a mí.

No pasa ni un minuto cuando un par de jóvenes me hacen un hueco entre el gentío. La cancela está cerrada para todos, excepto para el blanco. Son las cosas de África, supongo que muy a pesar de ellos, tras haber sido nuestros antepasados yugos y verdugos, malos con este continente.


Me llevan al autobús, el 9062, que me conducirá a Axum. Tengo un sitio privilegiado, junto al chofer, en el único asiento en el que se puede viajar solo, con unos centímetros más de espacio. Mi gran duda es saber cuando llegaremos a Shire, el pueblo en el que tendré que coger un enlace hasta mi destino final. En total son 360 kilómetros, pero en este lugar no valen las matemáticas occidentales, las cuentas las marcan en Etiopía las circunstancias del presente, del aquí y ahora. El conductor me dice que en diez horas, otro señor se lía entre el horario etiope (el amanecer, siempre a las seis, equivale a las cero horas, a partir de entonces, el día concluye a las 12 horas, seis de la tarde para nosotros). Me preocupa no poder enlazar con el minibus a Axum y tener que pasar la noche en un pueblo que no aparece ni en la guía.

La explanada que conforma la estación se convierte a las cinco en una colmena repleta de abejas ávidas del mejor polen. Se buscan la manera de coger el mejor sitio. El viaje será largo. Para mí, apostado inmóvil en mi asiento, la situación es inenarrable. Nunca antes había visto algo similar. Todavía no ha amanecido y dentro del gran caos organizado los autobuses, que compiten en longevidad, van dejando atrás la polvareda en la que se transforma por unos minutos un gran garaje que en no más de media hora, quedará huérfano.



Los contratiempos comienzan cuando a las dos horas se estropea el ómnibus. Al cansado motor que mueve el amasijo de hierros le pasa algo más. Junto al conductor, por si acaso, viajan uno o dos ayudantes, mecánicos, chicos para todo: cumplen órdenes del conductor, limpian los cristales, hablan con la autoridad y arreglan un roto o un descosido.

Soy el único farengi (extranjero en amarían). Gran parte de los viajeros son humildes campesino que poco saben de la lengua de Shakespeare. Estoy solo, en no sé dónde, con un autobús en medio de la carretera por una causa todavía desconocida. Por suerte para mí, un joven con una llamativa camisa azul, se me acerca para tranquilizarme: “lo arreglarán pronto, ha sido la correa”, me dice. Aprovecho la tangente para entablar conversación, él será mi intérprete a partir de ahora. Su nombre es complejo y lo olvido, pero ya sé que estoy en buenas manos, trabaja como policía en Addis y ahora goza de unos días de permiso.



Todo se arregla y la destartalada tartana continua su ruta, parando de nuevo en Debark, la puerta de entrada al Parque Nacional de Simien Mountains (Simien significa montaña en amarían). Paramos para desayunar, en torno a las once. Todo el mundo me taladra con la mirada, me ofrecen chicles, granos y hasta un par de gallinas. Quiero algo más de andar por casa. Pagó la Coca Cola y aprovechó el receso para jugar con unos chavales en un destrozado futbolín. El español, el que todos dicen que se parece a Cesç Fábregas, es bueno. Aplastante paliza a los rivales.

A la hora de partir, el vendedor de gallinas consigue colocárselas a una pasajera: ya somos 36 viajeros, varias maletas, una decena de cajas que envían familiares de un lugar a otro, tres bastones y dos gallinas.



Ahora, cuando no hay lugar al aburrimiento con tan solo observar los arcenes en los que se amontonan niños, mujeres, vacas, ovejas y camellos a partes iguales, la policía nos conmina a bajar en uno de los check points habilitados en la ruta. Todos abajo con los pasaportes.

Después va una tan espectacular como peligrosa carretera de tierra con escarpados precipicios. El camino abre ante los pasajeros una maravilla natural que, por momentos, hacen olvidar el dolor de posaderas de los asientos de escay sin acolchar que hacen sentir muy dentro la madera de la que están hechos. Es el considerado “Techo de África”, el Parque de las montañas de Simien, que tiene entre sus picos el más alto del país, el Ras Dashen, 4.620 metros de grandiosidad.



Son ya las 15.30 p.m., llevamos ya diez horas de camino y, ni de cerca, nos aproximamos al destino. El ritmo en esta estrecha pseudo carretera es infernal, varía entre los 10 y los 15 kilómetros por hora. Sin pausa pero sin prisa, vamos echando horas fuera, pero al poco, un nuevo contratiempo aparece. La carretera está destruida a causa de un desprendimiento. Estará cerrada, ellos dicen, una hora.



Cuatro grandes máquinas se afanan en abrir el camino, pero la tarde va cayendo. Todo los viajeros observan, curiosos (por definición igual a etiope), la escena. No he comido todo el día más que unos panecillos y el agua se me agota. Si no consiguen arreglar la carretera antes de que anochezca, tendremos que hacer noche allí, en medio de las montañas, intentando pegar ojo en uno de esos fantásticos asientos a los que tenemos derechos por los 89 birrs (4 euros) pagados por nuestros billetes.



Con los últimos rayos de sol, por suerte, los operarios nos dan vía libre. Ya es de noche y yo, que voy en primera fila, no distingo entre la luz larga y las cortas. La oscuridad se convierte en un abismo peligroso al volante. Solo faltan dos horas para llegar.

Por fin conseguimos la gesta pero, no me da tiempo a celebrarlo y a estirar las piernas cuando mi amigo el policía tira fuerte de mí para llevarme inmediatamente a un hotel. Shire no está muy acostumbrada a visitantes y, más en la noche, soy un gran extraño. Apalabra para mí una habitación (lo más parecido a la de una prisión en desuso) por 40 birrs (menos de dos euros al cambio). Será suficiente para descansar esta noche.


En Shire, camino de Axum, a 23 de noviembre de 2010.

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