martes, 14 de diciembre de 2010

Día 1: Aterrizando en África, conociendo Etiopía (2/2)



Mi ayudante, de nombre impronunciable, cuerpo menudo, brazos flacos, bigotillo, perilla y amplia sonrisa, me habla de lo que el gobierno llama democracia cuando debería decir dictadura; también me cuenta, y por un momento me lo creo, estudia derecho, aunque el único título que posee por el momento es el de la universidad de la calle. Es de Gonder, al norte del país, y vino, me explica, para ir a la facultad, todo ello en un perfecto inglés.


La visita, por eso de la hora, da paso a la comida. No elijo yo, se encarga él. No acierto a decir el camino por el que me lleva ni a concretar el sitio en un mapa, un lugar a medio camino en una casa de familia humilde, un menesteroso club social y un bar chusquero; lo cierto es que era lo que quería: comer en un lugar en el que fuera el único blanco, es decir, donde van los etíopes, comer lo que ellos comen, la injera (una especie de pan plano y blando elaborado con harina fermentada de teff, un cereal local, que se calienta en un gran plato redondo sobre las ascuas y se acompaña de carnes o purés). Para continuar con los tradicionalismos, me aconsejó sobre el uso y costumbre para con este plato que compone su dieta diaria, se come con las manos, en concreto con la derecha; se pelliza un poco de injera, se coge carne o puré, y se embadurna de salsa.



Lo hice todo como mandaba la tradición, sumándole además el consumo temporal de chat o Kath, un estimulante suave que se mastica y posteriormente se traga solo o acompañado, para evitar el amargor, junto a cacahuetes. La música que nos acompañaba era la Tedy Afro, el rey del reggae por estos lares, muy propia para el espacio donde nos encontrábamos, un recinto construido por y para rastafaris (este movimiento socio-cultural y religioso que considera al emperador de Etiopía Haile Selassie I, antes llamado el Príncipe Ras Tafari (en amárico), como la reencarnación de Cristo, tuvo sus orígenes en el país).



La factura del almuerzo me llegó a la vez que la del guía casual. Me prestó una tarjeta SIM etiope, que en principio me prestó sine die, para que a probara en mi móvil desde el frágil aprecio que a esa hora nos unía, pero pronto se tornó en obligación de compra. Poco más de siete euros al cambio que me sirven para llamar en el país y, sobre todo, para aprender. El axioma lo dice, sin riesgo, no hay aventura. Aún así, aun me queda ajustar mis parámetros occidentales a los que gastan por aquí.

La novatada ya la pagué. Ahora, cobijado entre las paredes de mi habitación, intento descansar. No hay lugar al descuido, ni tan siquiera en el sueño, pero por mi no va a quedar, voy a intentarlo.

En Addis Abeba, a 19 de noviembre de 2010.

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