lunes, 2 de agosto de 2010

Día 6: La maravilla que fue, dejó de serlo, volvió y se esfumó


Después de Ston, la tarde anterior intentamos estirar el día para alcanzar Korcula, que además de tener una cuidada zona medieval, es el lugar de nacimiento de Marco Polo, pero la hazaña fue imposible. La noche se fue echando y el plan cambió para llegar pronto a Dubrovnik.



Antes del conflicto de la Guerra de los Balcanes (1991 – 1995), la ciudad era ya un referente por su historia y su belleza. Los bombardeos de los ejércitos serbios y montenegrinos destrozaron buena parte de la urbe. Tras el mazazo, volvió a resurgir, pero ahora es el desproporcionado turismo el que se come día a día lo que objetivamente es una zona monumental (la Old city) de gran valor en un enclave privilegiado.




Sea como fuera y luchando por no distraerse con las cientos de tiendas, terrazas y turistas ruidosos que pueblan sus calles, fuimos viendo las murallas que se levantan desde el siglo XII, sus iglesias y empinadas y coquetas calles.




Eso fue hasta el medio día. Por la tarde, comenzó la Dolce vita. Merecido tiempo para el descanso y el asueto. A solo cinco minutos de nuestro hotel (Hotel Lero, buena relación calidad – precio para lo que se despacha en la ciudad) estaba la calita natural de la que pudimos disfrutar. Solo había croatas, para ser más exactos jóvenes croatas. Saltaban desde las piedras, jugaban en la orilla, buceaban por sus aguas cristalinas o jugaban al waterpolo en una piscina natural construida para la ocasión (están formadas por corcheras y dos porterías y se repiten a lo largo de toda la costa). Precisamente este deporte nacional, fue el que quise probar con el beneplácito de los que estaban en ese momento jugando. Disfruté e incluso marqué un par de goles en territorio croata.




Después llegaría la victoria de España frente a Alemania que vimos junto a un grupo de compatriotas en nuestro hotel y más tarde, para celebrar el histórico pase a una final de un Campeonato del Mundo de fútbol de nuestra selección, fuimos a uno de los lugares más románticos que he conocido jamás, el Bar Buza; diez mesas colocadas entre el acantilado que da al Adriático y al que se accede desde la ciudad antigua. Ni cámara, ni descripción detalla alguna puede hacer posible transmitir ese momento de tranquilidad y paz que ofrecía el sonido de las olas y el cuadro repleto de estrellas que se situaba justo enfrente nuestra. Hay empezó la fiesta, se acabó un poco más tarde, sobre las 4.30 horas. A esa hora, casi completamente de día, aprovechamos para ver de nuevo la parte monumental de Dubrovnik, esta vez a solas. Si hay algún valiente lector que se atreva, esa Dubrovnik si le enamorará.

En Dubrovnick, a 7 de julio de 2010.

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