domingo, 1 de noviembre de 2009

Día 2: Tetúan, primer acercamiento a Marruecos



La mañana internacional comenzó con ajetreo en la frontera de España con Marruecos. La picaresca propia del sur, o la que marca la escasez, hacen del paso fronterizo toda una odisea, al menos en la mitad, lo que corresponde al país alhauita. Las gestiones para el servicio de paso rápido se cobran a 10 dirham. El paso normal se cobra a 100 monedas de paciencia. Los guardias marean a transeúntes de un lado para el otro, incluido el paso “teatrero” por el médico de guardia de la frontera. Un niño intenta saltar la valla. Con mucho teatro hacen el papel de malos frente al niño. Después lo dejan marchar. Los coches pasan ahora, los viandantes todavía no. Después de un buen rato lo conseguimos. Estamos, por fin en Marruecos.


No parece que sean escasos metros los que separan un lado de la verja del otro. El asfalto se cambia por arena. Los cómodos utilitarios por viejos taxis repletos de personas en su interior. Incluso el calor no es el mismo, aprieta que da gusto. Son las cosas de las fronteras. No hay otra manera de entenderlo. Ni mejor, ni peor, tan solo diferente. Pero, ¿en escasos 100 metros?



El viaje en taxi hasta Tetúan fue de lo más divertido. Con un calor asfixiante, nuestros huesos pegados al escay del sillón trasero del coche, y un señor muy agradable, pero muy “pesao”, haciendo de guía improvisado, llegamos a Tetúan. Nuestra única intención era ir a comer a un restaurante que nos habían recomendado, el Reducto, en la medina de la ciudad. La empresa nos costó varias horas, toda una gesta. Os cuento.



Jalim, un marroquí muy espabilado y más sabio por viejo que por diablo, atendió a nuestra pregunta, ¿por dónde está el Restaurante El Reducto?, con suma amabilidad. Tanta fue que nos acompañó aproximadamente una hora y media por la medina “buscando”, ¿buscando?, el famosos restaurante. Claro está, que debió entender mal alguna parte, y eso que su español era muy bueno, y antes del llegar al sitio pactado nos llevó a un telar, a una tienda de alpargatas, a una de especias, a una tetería, a un restaurante que el decía que era el nuestro, a ochenta mil calles más, después otra vuelta más, y por fin, a donde le dijimos. Claro que al final quiso cobrarnos como guía, y con razón, se había llevado medio día con nosotros. Pero este que está aquí es joven, e incluso español, pero no tonto. Y la compasión tampoco es lo mío.

El caso es que, después de conocer magníficamente la medina, llegamos por fin al restaurante, regentando, cosas de la vida, por una canaria. Harira, una sopa que toman siempre pero especialmente como primero en los días de Ramadán, un surtido de hojaldres, y una ración de pinchitos de cufta (carne), fue el manjar elegido.


A la vuelta nos esperaría otro taxi, otra aventura sobre ruedas y de nuevo el paso por la frontera. Se acabó rápido, solo un día, pero ya estoy deseando volver a Marruecos, y un poco más. Pero quiero hacerlo con amigos, con conocidos, vivir el país sintiéndome y haciéndome sentir un viajero, no un típico turista con cara de dólar. Tienen mucho más que ofrecer de lo que vi, o al menos, verlo de otra manera, desde otra perspectiva. Estoy seguro de ello, y por eso volveré sin pensármelo ni un segundo.

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