Y el caso es, que de forma “valiente”, junto a Palma y a Marta, nos decidimos a correr. Sin estorbar a los que corren de verdad, a los que se juegan el tipo delante de las finas agujas que forman los cuernos. Sin entorpecer lo auténtico, la esencia de los San Fermines, el coqueteo con el riesgo, con la muerte, sin me apuran. Pero estando ahí, en el mismo sitio y a la misma hora, unos años más tarde, que cuando con no más de seis o siete años viera por primera vez el encierro.
La entrada triunfal en la plaza, que puede ser boicoteada por los miles de espectadores que la pueblan, y que al no estar nada de acuerdo con los “valientes” tiran objetos, a dar, por supuesto, a los mismos, es magnifica de todas formas. Primero los corredores, y acto seguido los bravos animales. La fiesta, el acabose, llega al éxtasis cuando los seis toros están encerrados. Suena entonces otro chupinazo, que ahora sí, anuncia que por hoy el encierro se ha acabado. Para los más hartibles todavía quedan cuatro vaquillas que sueltan para diversión del personal.
Les hablaba de la muerte, y no precisamente de forma metafórica. Este año, ha vuelto a visitar las fiestas, y un joven, de tan solo 27 años, se ha convertido en una víctima más en una lista, que después de ver en directo los excesos y peligros, se antoja incluso corta, 22 corredores fallecidos. Sea como fuere, y con todo el respeto del mundo para los familiares, es de conocimiento general, incluso con grados elevados al cubo de alcohol en sangre, que no era este caso, que los toros y sus afiladas armas, matan. Igual, claro está, que matan los coches, igual que mata una maceta que se cae de un décimo. La elección de correr es voluntaria. Si la jugada sale bien, la adrenalina se dispara al infinito; si por el contrario sale mal, ya saben lo que espera, un oscuro abismo que puede ser igualmente infinito.
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